ELOGIO DEL"QI GONG" (CHI KUNG)

Mario Vargas Llosa

"No conozco mejor remedio para el mal humor o la desmoralización, los nervios rotos o los arrebatos de furia..."

Vargas Llosa, premio novel de literatura, en su última novela, El Héroe discreto, nos describe los ejercicios de Qi Gong (pronunciado Chi Kung) que ejecutaba a diario su protagonista Don Felícito Yanaqué. En un artículo publicado en El Pais, el 24/08/2014, nos habla  de su experiencia como practicante de Qi Gong, haciendo un elogio de esta práctica milenaria. Transcribimos un extracto del artículo, remitiendo a su lectura completa en El Pais

"...Esa infinita lentitud con que uno mueve los brazos y las piernas, el torso y la cabeza y va pasando de una a otra de las posturas del qi gong es precisamente una de las técnicas de que este arte se vale para conseguir que el practicante vaya eliminando esas tensiones instintivas y efervescentes que son la raíz de las violencias humanas. Se trata,
como en cualquier otro empeño creativo, de buscar la perfección. Por eso conviene hacerlo frente a un espejo. Allí la imagen nos revela que, por más esfuerzo que pongamos a fin de alcanzar la armonía, la elegancia, el equilibrio y la belleza de un movimiento sin tacha, siempre nos quedaremos por debajo del ideal. Y también que, para acercarse a él y tratar de conseguirlo, la concentración mental es tan importante como la destreza física. Esta es una manera muy concreta y al alcance de cualquiera de descubrir un principio fundamental: que la forma crea el contenido no solo en el dominio de las artes y las letras, sino también en la vida rutinaria de las personas, y que todo aquello que se emprende con la serenidad y la perfección coreográfica de las posturas del qi gong constituye una forma sutil de belleza.

Esos movimientos tienen, todos, bellas metáforas que los describen. Apartar las manos es “separar las aguas”, empinarse con los brazos en alto y los pies bien asentados en el suelo “sujetar la tierra y el cielo para que no vayan a chocar”, pasar las manos de arriba abajo frente al cuerpo “bañarse con la lluvia”, girar sobre sí mismo convertirse en “un árbol mecido por el viento”, o, bien quietos, el organismo invadido por una tierna tibieza, “sentir” la columna vertebral, los latidos del corazón, el fluir de la sangre. Gracias a esa quieta danza, el aire que respiramos no solo llega a los pulmones, sino que circula por todo nuestro cuerpo de la cabeza a los pies.

Una sesión completa de qi gong no dura más de media hora y está al alcance de todas las edades y todas las condiciones físicas, aun las más estropeadas. Al terminar se siente una extraordinaria placidez física y mental, como si el maltratado cuerpo nos agradeciera haberle dedicado, en ese breve espacio de tiempo, tanta atención, tanto cariño respetuoso. No conozco mejor remedio para el mal humor o la desmoralización, los nervios rotos o los arrebatos de furia, esos estados de ánimo en los que la vida parece no tener sentido ni justificación. Curiosamente, de una sesión de qi gong tampoco salimos exaltados y bailando de alegría, sino tranquilos, mejor dispuestos, más equilibrados para enfrentar lo que venga, y, también, más conscientes de que la vida, pese a lo que hay en ella de incomprensible y doloroso, es la más hermosa aventura.

Ese es, en último término, el camino de la paz y la civilización: embridar a la bestia despiadada, ávida de deseos —algunos elevados y otros sanguinarios, como explicaron Freud y Bataille—, que también arrastramos dentro y que, cuando escapa de los barrotes en que la civilización y la cultura la mantienen sujeta, provoca los cataclismos de que está jalonado el acontecer humano.

Mi primer maestro de qi gong fue un médico cubano que lo había aprendido en China y que pasaba todas sus vacaciones allá, perfeccionando su técnica. La segunda es Jeannete, una joven alemana, tan grácil y flexible que, en el curso de las sesiones, me parece, en medio de los giros y evoluciones, siempre a punto de levitar o desaparecer. Acompaña las prácticas con una música china discreta, lánguida y repetitiva, y su voz va, más que ordenando, persuadiendo a los neófitos que se abandonen al absorbente ritual en pos de salud, belleza y serenidad.

A mí me ha convencido. Al extremo de que me atrevo a soñar que si los miles de millones de bípedos de este planeta dedicaran cada mañana media hora a hacer qi gong habría acaso menos guerras, miseria y sufrimientos y colectividades más sensibles a la razón que a la pasión —que ya no es imposible— podría terminar despoblándolo".

Artículo completo en  El País (VER)

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