GALILEO GALILEI



Durante una noche estrellada de principios de enero de 1610, un astrónomo toscano llamado Galileo Galilei se quedó despierto hasta tarde con el ojo pegado al extremo de un tubo que él mismo había ideado. El tubo era un telescopio, y en él los objetos parecían veinte veces más grandes.
Aquella noche, Galileo observó Júpiter y vio que lo que creíamos que eran estrellas fijas situadas cerca del planeta formaban una línea a través de él. Esta formación llamó su atención y siguió observando la noche siguiente. Contrariamente a lo que esperaba, vio que los tres cuerpos se habían movido junto con Júpiter. Con eso no contaba: las estrellas no se mueven con los planetas. De modo que Galileo se concentró en esa formación noche tras noche. El 15 de enero había encontrado la solución al enigma: aquello no eran estrellas fijas, sino más bien cuerpos planetarios que giraban alrededor de Júpiter. Júpiter tenía lunas. 

Con esta observación, las esferas celestiales se hicieron añicos. Según la teoría ptolemaica, había un solo centro —la Tierra— alrededor del cual giraba todo lo demás. Copérnico había propuesto una idea alternativa, en la que la Tierra giraba alrededor del Sol mientras la Luna giraba alrededor de la Tierra, pero los cosmólogos tradicionales habían encontrado la idea absurda, pues exigía dos centros de movimiento. Pero en aquel sereno momento de enero las lunas de Júpiter dieron fe de que existían múltiples centros: unas grandes rocas que daban vueltas en una órbita alrededor del planeta gigante no podían ser también parte de la superficie de las esferas celestiales. El modelo ptolemaico en el que la Tierra ocupaba el centro de órbitas concéntricas quedó hecho pedazos. El libro en el que Galileo relataba su descubrimiento, Sidereus Nuncius, salió de su imprenta veneciana en marzo de 1610 y le hizo famoso


Pasaron seis meses antes de que otros astrólogos pudieran construir instrumentos con la suficiente calidad para observar las lunas de Júpiter. Pronto se desató una auténtica fiebre en el mercado de la construcción de telescopios, y no pasó mucho tiempo antes de que por todo el planeta hubiera astrónomos elaborando un mapa detallado de nuestro lugar en el universo. Durante los cuatro siglos siguientes hemos presenciado un acelerado alejamiento del centro que nos ha depositado de manera definitiva en un rincón del universo visible, que contiene 500 millones de grupos de galaxias, 10 000 millones de galaxias grandes, 100 000 millones de galaxias enanas y 2 millones de billones de soles. (Y el universo visible, de unos 15 000 millones de años luz de extensión, podría ser poco más que una mota en una totalidad mucho más vasta de lo que todavía podemos ver). No es de sorprender que estos asombrosos números implicaran un relato de nuestra existencia radicalmente distinto de lo que se había sugerido antes. 

A muchos, que la Tierra dejara de ser el centro del universo les causó un hondo malestar. La Tierra ya no se podía considerar el parangón de la creación: ahora era un planeta como todos los demás. Este reto a la autoridad exigía un cambio en la concepción filosófica del universo. Unos doscientos años más tarde, Johann Wolfgang von Goethe conmemoraba la inmensidad del descubrimiento de Galileo: 

 De todos los descubrimientos y opiniones, ninguno ha tenido más influencia en el espíritu humano. (…) Apenas acabábamos de conocer el mundo como un lugar redondo y completo en sí mismo cuando se nos pidió que renunciáramos al tremendo privilegio de ser el centro del universo. Quizá nunca se le había exigido tanto a la humanidad, ¡pues a causa de esa admisión muchas cosas desaparecieron! ¿Qué fue de nuestro Edén, nuestro mundo de inocencia, piedad y poesía; el testimonio de los sentidos; la convicción de una fe poético-religiosa? No es de extrañar que sus contemporáneos no desearan que todo esto desapareciera y ofrecieran toda la resistencia posible a una doctrina que en sus conversos autorizaba y exigía una libertad de opinión y una grandeza de pensamiento desconocidas hasta entonces, y con las que no se había soñado jamás. 

Los críticos de Galileo censuraron su nueva teoría como un destronamiento del hombre. Y después de la destrucción de las esferas celestiales vino la destrucción de Galileo. En 1633 fue juzgado por la Inquisición de la Iglesia católica, su espíritu fue quebrado en una mazmorra y se le obligó a garabatear su atribulada firma en una retractación de su obra que regresaba a un universo centrado en la Tierra.

Galileo podía considerarse un hombre con suerte. Años antes, otro italiano, Giordano Bruno, también había sugerido que la Tierra no era el centro, y en febrero de 1600 fue llevado a la plaza pública por herejías contra la Iglesia. Sus captores, temiendo que pudiera incitar a la multitud con su famosa elocuencia, le pusieron una máscara de hierro para impedirle hablar. Lo quemaron vivo en la pira, y sus ojos escudriñaron desde detrás de la máscara esa multitud de espectadores que salieron de sus hogares para reunirse en la plaza, queriendo estar en el centro de las cosas. 

¿Por qué Bruno fue exterminado antes de que pudiera hablar? ¿Cómo es posible que un hombre con el genio de Galileo acabara encadenado en el suelo de una mazmorra? Es evidente que no todo el mundo aprecia que se dé un cambio radical a su visión del mundo. 

¡Si hubieran sabido adónde conduciría aquello! Lo que la humanidad perdió en certidumbre y egocentrismo fue reemplazado por un temor reverencial y un asombro ante nuestro lugar en el cosmos. Por muy inverosímil que resulte la existencia de vida en otros planetas —digamos que las probabilidades son menos de una entre mil millones—, podemos seguir esperando que surjan miles de millones de planetas como si fueran Chia Pet con vida. Y si sólo hay una probabilidad entre un millón de que los planetas con vida produzcan niveles de inteligencia significativos (por ejemplo, mayores que una bacteria del espacio), eso seguiría indicando que puede haber millones de planetas con criaturas que se relacionan en civilizaciones inimaginablemente extrañas. De este modo, el desplazamiento del centro abrió nuestras mentes a algo mucho más vasto.

David Eagleman en Incógnito 


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